martes, 27 de octubre de 2015

Carrera nocturna

En esta ocasión, salí a correr de noche. Dejé atrás las edificaciones con sus luces y me adentré en un bosque tupido de matorrales. Con cada paso, la oscuridad se iba apoderando del camino. Tanto así que solo podía divisar sombras y apenas me guiaba por el gemido de las chicharras. Tropecé en varias ocasiones, pero me mantenía firme en mi intención de culminar la carrera. Sin embargo, la negrura de la noche era casi total y mi visión se limitaba a la intuición. Me perdí. No desaceleré ni un minuto, pero no miento si les digo que, de repente, lo que antes percibía como arboleda empezó a transformarse en monstruosidad. Ocultos entre los senderos, engendros descomunales aguardaban mi paso detallando el ritmo de mis andanzas. Sin guía ni faro alguno que alumbrara mi retorno, respiré hondo y continué mi marcha a medida que las piernas me temblaban de solo pensar en el ataque de los fenómenos. Juro por lo más sagrado que los observé siguiéndome con la mirada cada vez que daba un nuevo paso. Lo curioso es que no se movían. Se mantenían inertes, paralizados, como si estuvieran esperando el momento justo para abalanzarse sobre mí y detenerme con la ferocidad de sus fauces. Aún así, nunca cambiaron su posición. Al fin, a lo lejos, alcancé a distinguir un fanal de luciérnagas que, como en un milagro, marcaron mi ruta de regreso. Temí la peor pesadilla, pero les aseguro que no estaba dormido.

martes, 29 de septiembre de 2015

Regreso

Una noche tuve la posibilidad de regresar al pasado. Recorrí las escaleras en espiral de madera, los tablones desvencijados con uno que otro tornillo asomado, las paredes de mármol adornadas con el polvo de los balonazos de mi juego infantil. Observé en detalle las arandelas de los portones y recorrí con mis manos el musgo quebradizo de los pesebres decembrinos. De la habitación olvidada salían armatrostes como serpentinas, mientras los restos de algodón y madera brillaban como la escarcha. Quise explorar el salón de baile y me encontré con los espejos oxidados que apenas confundían mi reflejo. En la mecedora, mi abuela bordaba un mantel al tiempo que se acomodaba los anteojos y escuchaba la emisora que solía dedicar el domingo a los boleros. Me reconoció acercándome y me dejó escuchar su voz fina: «A esta casa solo le quedan recuerdos, mijo», dijo. «Pero para llevárselos, no tenía que hacer un viaje tan largo».

lunes, 2 de marzo de 2015

El descanso de Sísifo

A Esteban Dublín 

Cerca de la frontera, en el centro de una vasta llanura salitrosa, se levanta, olvidada, una torre vigía con doble escalera de caracol. El asesino y su víctima suben y bajan por los helicoides de piedra sin encontrarse nunca. La persecución implacable y dilatoria, la fuga incesante, discurren entre paredes desnudas, sobre estrechos escalones que no permiten en ningún punto la marcha de dos personas. Asesino y víctima, infatigables, como alentados por un viento imperativo, corren constantemente, bornean jadeando los repetidos y curvos recodos, ascienden o descienden por la concavidad cilíndrica que parece prolongarse por siempre, cada uno en la hélice contraria y a escasa distancia del otro. Son el movimiento sin paliativos, la rémora de una culpa, la enconada materia de una venganza cuyos detalles olvidaron con el tiempo. Ebrios de espiral, entumecidos por la monótona condenación de la inercia, con la respiración sofocada, temblorosos, ya sólo saben su propósito irrevocable: matar y morir en nombre de un azar, de una arbitrariedad del pasado. Ninguno recuerda el momento de sus vidas en que equivocaron los términos. Presos de la furia y del pánico, llevados acá y allá por cuanto hay de fiebre alucinada en sus emociones, los dos únicos habitantes de esta torre repiten sin descanso la escena de una cacería incierta. En la duplicidad de la angosta escalera de caracol que impide grandes zancadas, el paso de ambos es iluminado a intervalos por la claridad ojival de las troneras, únicas salidas a un cielo chato de aceitoso blancor, al lejano pliegue de un horizonte diluido. Sin pasamanos, a tientas, sus caminos enfrentados confluyen y divergen, describen una compacta ráfaga de sombras, suenan con el gorgoteo de un líquido filtrándose en un cauce de guijarros. Limitadas por la contigüidad de su pared de mazmorra, las rotaciones en torno a aquel corredor vertical se engastan en los ojos del asesino y de su víctima, como una serpentina de imágenes superpuestas que se retorcieran indefinidamente sin moverse del mismo lugar. Al apresurarse ellos, el tiempo se estanca. Su pesado rastro de soles y lunas, de estaciones y eras, gravita en el aire al igual que el vuelo suspendido de los dos hombres intentando darse alcance en la vía muerta de la escalera mientras postergan la ferocidad del encuentro, el ensañamiento de los tajos, los berridos, el borbotar de la sangre, los estertores de la agonía. Ofuscados por el ímpetu homicida, aturdidos por el vértigo y la continua torsión de un escenario sin término, desorientados por la premonición de sus actos como cuando un sueño lo sueña a uno, no necesitan mirar de dónde se viene ni hacia dónde se va. A veces, cuando el calor estrangula en toda su extensión, cuando el sudor se adhiere en coágulos a cada miembro, cuando la tensión de los músculos se vuelve insoportable y el hormigueo de sus pies, que percuten inmisericordes sobre los peldaños en voluta, está a punto de reventarle los zapatos, el asesino titubea durante un instante. No pretende idear estratagema alguna para cortar la retirada de la víctima, ni legitimar sus derechos, sino elucidar el sentido de su presencia en aquella torre, en aquella mole incrustada profundamente en la tierra, formando cuerpo con ella, fecundada de gravedad y piedra. A veces, una sombra de transitoria debilidad cruza el cerebro del asesino como garabato de ave: detenerse, recular, no derrocharse en tal hostigamiento o no hacerlo con tanta convicción, mostrarse magnánimo, redimirse perdonando. A veces, la víctima, exánime, acuciada por el pavor y la humillación de una conjura que anuncia su muerte desde mucho tiempo atrás, sentenciada a una huida perpetua, siempre en movimiento, cede un segundo al hastío: antes de desangrarse como cerdo acuchillado en su artesa, quisiera conocer el reposo, aletargarse, sentarse a contemplar su último escombro de vida desde la ribera de la indolencia y, después, con el ritmo de la respiración en paz, entregarse al enemigo, vencida, deshabitada de miedo, pasto de su ira, investida de su espuela, la cabeza baja en señal de fin.

Ángel Olgoso. 

Este microrrelato hace parte del nuevo libro de Ángel, Breviario negro. Y yo no puedo estar más feliz de que semejante autor me haya dedicado uno de sus textos. Que alguien me pellizque. 

viernes, 16 de enero de 2015

Las tácticas

Tácticas contra el olvido es un libro no convencional compuesto por 10 postales. Cada una está contenida por una historia y una ilustración alusiva al relato. La decisión de realizar el libro a través de postales no es estética, sino conceptual, ya que los personajes que aparecen en cada historia luchan contra el olvido y las postales, por su condición natural de relectura, tienen la virtud de trascender en el tiempo y el espacio.

 Pueden escribirme a continuación en Comentarios o a mi correo electrónico, estebandublin@hotmail.com si desean un ejemplar. Su precio es de 15 dólares. No incluye los costos de envío por fuera de Colombia.

viernes, 9 de enero de 2015

Retador

“Que se quede ahí”, suplica Matilde desde una de las tribunas que abarrotan el escenario deportivo. “Que se quede ahí, Virgencita del Carmen”, repite con el escapulario en la mano mientras el juez eleva su irreversible conteo hacia el diez. El campeón; apodado ‘La Bestia’, con un prontuario de noventa victorias de las cuales treinta son por nocaut: aguarda desde su esquina, mira con desdén a su oponente tendido en la lona y da saltitos para no perder el ritmo. El público grita emocionado cada vez que el árbitro suma un dedo al final del combate. “No te levantes, Juan de la Cruz”, susurra la esposa del retador y madre de sus dos pequeñas hijas. Lo conoce desde niño, cuando se rebuscaba dinero haciendo cosas que nunca aprendió a hacer bien: barrer pisos, cuidar perros, ordeñar cabras, apostar a la ruleta, vender enciclopedias, escribir poesía, tallar madera, fundir queso, pisar uvas y, de repente, pelear al box. “Por tus hijas, hombre de Dios”, reza Matilde: “quédate ahí”.
           El inexperto púgil entreabre los ojos, escucha los gritos desesperados de los apostadores, apoya sus guantes contra el suelo y, tambaleando, se pone en guardia.