martes, 27 de octubre de 2015

Carrera nocturna

En esta ocasión, salí a correr de noche. Dejé atrás las edificaciones con sus luces y me adentré en un bosque tupido de matorrales. Con cada paso, la oscuridad se iba apoderando del camino. Tanto así que solo podía divisar sombras y apenas me guiaba por el gemido de las chicharras. Tropecé en varias ocasiones, pero me mantenía firme en mi intención de culminar la carrera. Sin embargo, la negrura de la noche era casi total y mi visión se limitaba a la intuición. Me perdí. No desaceleré ni un minuto, pero no miento si les digo que, de repente, lo que antes percibía como arboleda empezó a transformarse en monstruosidad. Ocultos entre los senderos, engendros descomunales aguardaban mi paso detallando el ritmo de mis andanzas. Sin guía ni faro alguno que alumbrara mi retorno, respiré hondo y continué mi marcha a medida que las piernas me temblaban de solo pensar en el ataque de los fenómenos. Juro por lo más sagrado que los observé siguiéndome con la mirada cada vez que daba un nuevo paso. Lo curioso es que no se movían. Se mantenían inertes, paralizados, como si estuvieran esperando el momento justo para abalanzarse sobre mí y detenerme con la ferocidad de sus fauces. Aún así, nunca cambiaron su posición. Al fin, a lo lejos, alcancé a distinguir un fanal de luciérnagas que, como en un milagro, marcaron mi ruta de regreso. Temí la peor pesadilla, pero les aseguro que no estaba dormido.