miércoles, 29 de febrero de 2012

Paquidérmico

Mi mascota es un elefante. Al principio fue fácil entretenerlo en el patio de la casa, pero con el tiempo su demanda de alimento se hizo insostenible. Cada vez que salgo a jugar con él, sucede algún desastre y mi madre, extrañada por lo que sucede, me pregunta con frecuencia hasta cuándo voy a durar con semejante tontería. En todo caso, no es mi culpa que, en lugar de un amigo, la vida me haya dado un animal imaginario.

lunes, 27 de febrero de 2012

Lunes

Todos los atardeceres dominicales, un esfuerzo universal concentra su energía en la detención del tiempo para que el lunes no llegue. A eso se deben la opacidad de las tardes y los visos de lluvia del domingo. A pesar del empeño y el deseo colectivo, el sol siempre se pone al día de la Luna.

viernes, 24 de febrero de 2012

Nocturno

Noches atrás, un fantasma se apareció en mi alcoba. Entró sigilosamente y se posó a mi lado. Tocó mi rostro, me acarició el cabello y me susurró un beso en la mejilla. Con mi sonrisa, se atrevió a buscarme la boca y accedí a la invitación de su romance. Cegada por esa ternura que hace tiempo no sentía, lo invité a mezclarse entre mis sábanas. Nos amamos hasta el amanecer, encendiendo nuestros cuerpos con el fuego propio de lo prohibido. Cumplido su deber, me abrazó por última vez y me dejó ahí, dormida y satisfecha, al lado de mi esposo.

lunes, 20 de febrero de 2012

viernes, 17 de febrero de 2012

Del amor y sus desviaciones III

Después de vivir felices para siempre, el príncipe azul se dedicó a la haraganería. En medio de la cama real, espera sus cinco banquetes al día. Todos, manjares dignos de su trono, acompañados de finos licores, traídos de lejanos confines. La doncella, por su parte, se ha empeñado en dedicar su día entero a la crianza de sus hijos, nueve insoportables herederos al trono que la tienen al borde del colapso. Él, obeso y despreocupado. Ella, desesperada y aburrida. Ambos, condenados a la lástima eterna por la apresurada declaración de un narrador de cuentos de hadas.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Del amor y sus desviaciones II

Anoche no llegaste a casa. Extrañé tu olor al trajín del día y tus manos pequeñas acariciándome la espalda. A media noche sentí frío y lancé mi brazo sobre tus hombros, que tampoco te encontraron en el lugar de siempre. Tu almohada permaneció intacta y, aunque quise recostarme sobre ella, aguardé a ver si aparecías al menos con el alba. En vano, te esperé entre dormido y despierto, confundiendo mis sueños, donde te sabía llegando, con la realidad, en la que descubría tu ausencia. Así, como cada noche, sin falta, desde hace nueve años ya.

lunes, 6 de febrero de 2012

miércoles, 1 de febrero de 2012

De por qué a la entrada de un pueblo en ruinas se encuentra un kilómetro de zapatos

          Vuelvo. En señal de respeto ante los caídos, me quito los zapatos y los dejo a la entrada, justo antes de pisar el suelo bañado por la tragedia. Después de tantos años, regreso a este pueblo del que ya solo quedan escombros. Mientras camino, trato de reconocer los lugares que me vieron crecer, pero nada me resulta familiar. La desolación del lugar me indica que la lava del volcán que se desbordó aquella noche no solo arrasó con los lugares, sino también con los recuerdos. Lo único que me guía son los epitafios, clavados sobre la lava seca, justo encima de las viviendas que ahora se clasifican como desaparecidas. Sobre las inscripciones solo se encuentra tallado el apellido de la familia, como si los nombres de pila bautismal también se hubieran esfumado esa noche de cuarto creciente. Cada apellido me evoca algo: el olor al pan fresco de la casa de los Muñoz, los partidos de fútbol en el solar de los Amézquita, la inusual belleza de primogénita en la ventana de los Ibarra, los juegos de cumpleaños a las escondidas en el patio de los Restrepo.
          Al fin llego a la que era mi casa. Debo estar parado sobre los huesos de mis padres y mis hermanos, sepultados en fracciones de segundo por la furia de un volcán que nunca avisó. Me hinco y cierro los ojos. Lloro en silencio. Cuando me levanto, siento una brisa húmeda sobre mi rostro, pista inequívoca de que los fantasmas, que aún gritan de dolor, se alegran de ver a un conocido. Es hora de partir. Aunque no detallo mis huellas, sé que los vestigios de mis pies descalzos sobre la escoria son un grito de esperanza para las víctimas de este lugar: el saber que uno de cientos de miles sobrevivió a la cólera de la naturaleza esa fatídica noche. No recojo mis zapatos. Los dejo ahí. Es mi manera de decirle al destino que pude escapar de su fatalidad.