jueves, 29 de enero de 2009

Retrato

Mientras camino por la sala de exposición, veo la escultura de una mujer descabezada. Me detengo en un cuadro y lo observo atentamente. De repente, todo lo que veo en el lienzo empieza a dibujarse de manera idéntica a mi alrededor. Mis manos se diluyen, mi pelo crece y, cuando miro mi cuerpo, veo que se está convirtiendo en una ilustración. Presa del terror, alcanzo a divisar que frente al monumento que vi hay un cuadro titulado Mujer sin cabeza. Entiendo, muerto de pánico, que a partir de ahora no seré más que un boceto de Aldo Vercellino.

lunes, 26 de enero de 2009

Reencuentro

Llevabas muerta cinco días. Aún empapado en llanto abrí la puerta al escuchar el timbre y te vi. Idéntica. Con una sonrisa distinta, perversa tal vez; tus ojos, encendidos como el fuego; tu rostro, pícaro, malicioso. “¡Amanda!”, grité incrédulo al verte y me abalancé sobre ti para comprobar que no eras una alucinación. Y tú, indiferente como nunca, entraste hablándome en un tono que desconocí por completo. Lo que no entiendo es cómo, en treinta y dos años de matrimonio, nunca mencionaste que tu hermana, la avara que vendría por tu herencia, era gemela tuya.

jueves, 22 de enero de 2009

Demente

Las cartas de amor de Sebastián Dávila tienen una particularidad. Así como un hombre puede distinguirse por una cicatriz en la frente o un tatuaje en el brazo, sus textos cuentan con una característica que los diferencian inconfundiblemente del resto. Y no se trata de su extraña tipografía ni que escriba en desorden de arriba a abajo y menos de su exceso de adjetivación. Antes de escribir una epístola, Sebastián abre cuidadosamente su pecho con las manos y acompañado de un tremendo dolor, en un rito que podría ser el espejo de la tortura, se saca el corazón, lo toma y lo posa al lado de una hoja en blanco. Acto seguido toma su pluma y, desde el manicomio, la empapa para escribirle a su musa con la sangre que funciona a la perfección como tinta.

martes, 20 de enero de 2009

¡Salud!

Esa caprichosa que es la vida me convenció de llevarme a Cuba. Sin saber a qué azares me exponía y antes de buscar a Silvio Rodríguez, el que me encontró fue un Mojito cubano. Le seguí los pasos a Hemingway y me empaqué unos cuantos más durante mi visita. El ron hizo su agosto conmigo y mientras la figura del Che me producía hastío, me convertí en carne tierna para los vendedores callejeros a los que el socialismo tiene divididos de los intelectuales. Lo que no sabía yo era que así como algunos cubanos, muchas historias querían irse de la isla. Puedo decir que contaron con suerte, porque aunque hubiera podido meter una jinetera en la maleta, lo único que quise traer fueron los cuentitos que encontré en La Habana. Con nueva imagen, nuevas historias y nuevos cuentos con nombre propio, les doy la bienvenida a la era 2009.