A Esteban Dublín
Cerca de la frontera, en el centro de una vasta llanura salitrosa, se levanta, olvidada, una torre vigía con doble escalera de caracol. El asesino y su víctima suben y bajan por los helicoides de piedra sin encontrarse nunca. La persecución implacable y dilatoria, la fuga incesante, discurren entre paredes desnudas, sobre estrechos escalones que no permiten en ningún punto la marcha de dos personas. Asesino y víctima, infatigables, como alentados por un viento imperativo, corren constantemente, bornean jadeando los repetidos y curvos recodos, ascienden o descienden por la concavidad cilíndrica que parece prolongarse por siempre, cada uno en la hélice contraria y a escasa distancia del otro. Son el movimiento sin paliativos, la rémora de una culpa, la enconada materia de una venganza cuyos detalles olvidaron con el tiempo. Ebrios de espiral, entumecidos por la monótona condenación de la inercia, con la respiración sofocada, temblorosos, ya sólo saben su propósito irrevocable: matar y morir en nombre de un azar, de una arbitrariedad del pasado. Ninguno recuerda el momento de sus vidas en que equivocaron los términos. Presos de la furia y del pánico, llevados acá y allá por cuanto hay de fiebre alucinada en sus emociones, los dos únicos habitantes de esta torre repiten sin descanso la escena de una cacería incierta. En la duplicidad de la angosta escalera de caracol que impide grandes zancadas, el paso de ambos es iluminado a intervalos por la claridad ojival de las troneras, únicas salidas a un cielo chato de aceitoso blancor, al lejano pliegue de un horizonte diluido. Sin pasamanos, a tientas, sus caminos enfrentados confluyen y divergen, describen una compacta ráfaga de sombras, suenan con el gorgoteo de un líquido filtrándose en un cauce de guijarros. Limitadas por la contigüidad de su pared de mazmorra, las rotaciones en torno a aquel corredor vertical se engastan en los ojos del asesino y de su víctima, como una serpentina de imágenes superpuestas que se retorcieran indefinidamente sin moverse del mismo lugar. Al apresurarse ellos, el tiempo se estanca. Su pesado rastro de soles y lunas, de estaciones y eras, gravita en el aire al igual que el vuelo suspendido de los dos hombres intentando darse alcance en la vía muerta de la escalera mientras postergan la ferocidad del encuentro, el ensañamiento de los tajos, los berridos, el borbotar de la sangre, los estertores de la agonía. Ofuscados por el ímpetu homicida, aturdidos por el vértigo y la continua torsión de un escenario sin término, desorientados por la premonición de sus actos como cuando un sueño lo sueña a uno, no necesitan mirar de dónde se viene ni hacia dónde se va. A veces, cuando el calor estrangula en toda su extensión, cuando el sudor se adhiere en coágulos a cada miembro, cuando la tensión de los músculos se vuelve insoportable y el hormigueo de sus pies, que percuten inmisericordes sobre los peldaños en voluta, está a punto de reventarle los zapatos, el asesino titubea durante un instante. No pretende idear estratagema alguna para cortar la retirada de la víctima, ni legitimar sus derechos, sino elucidar el sentido de su presencia en aquella torre, en aquella mole incrustada profundamente en la tierra, formando cuerpo con ella, fecundada de gravedad y piedra. A veces, una sombra de transitoria debilidad cruza el cerebro del asesino como garabato de ave: detenerse, recular, no derrocharse en tal hostigamiento o no hacerlo con tanta convicción, mostrarse magnánimo, redimirse perdonando. A veces, la víctima, exánime, acuciada por el pavor y la humillación de una conjura que anuncia su muerte desde mucho tiempo atrás, sentenciada a una huida perpetua, siempre en movimiento, cede un segundo al hastío: antes de desangrarse como cerdo acuchillado en su artesa, quisiera conocer el reposo, aletargarse, sentarse a contemplar su último escombro de vida desde la ribera de la indolencia y, después, con el ritmo de la respiración en paz, entregarse al enemigo, vencida, deshabitada de miedo, pasto de su ira, investida de su espuela, la cabeza baja en señal de fin.
Ángel Olgoso.
Este microrrelato hace parte del nuevo libro de Ángel, Breviario negro. Y yo no puedo estar más feliz de que semejante autor me haya dedicado uno de sus textos. Que alguien me pellizque.
1 comentario:
El propósito principal de la vida es ayudar a otros. Si no puede ayudarlos, al menos no nos lastimamos ellos.
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