miércoles, 9 de enero de 2013
Rutina de medianoche
Una última rosa cae sobre el ataúd. El sepulturero empuña su pala y empieza a cubrir la fosa con la tierra que forma un arrume montañoso al borde del hoyo. No escucha el llanto de la viuda ni las oraciones del cura de turno. La imagen del féretro desaparece entre el barro y las piedras. Aún con la partida de los últimos dolientes, el enterrador dedica la totalidad de su jornada a cubrir hasta el más mínimo vacío que se asome desde las profundidades. Cuando la tierra alcanza la uniformidad, los únicos detalles que comunican la cercanía con la muerte son los epitafios que se encuentran alrededor. Llegada la medianoche, el silencio envuelve el cementerio, pero el sepulturero sigue al pie de la cripta, firme, aguardando paciente, como si su trabajo exigiera un propósito extra. De repente, un rayo interrumpe la paz del camposanto. El hombre traga saliva, siente un leve temblor subiéndole por la espalda y ase con firmeza su pala, dispuesto a desenvainarla, como si se tratara de una espada. Una mano emerge desde la tierra seca.
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3 comentarios:
Escalofriante en su excelencia, Esteban.
Un abrazo.
Está bueno, me lo imaginé.
Pedro, me alegra que te asuste. En el buen sentido. Un abrazo,
Escribidor, bienvenido a este espacio. Vuelve cuando quieras.
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