Siempre estuvo obsesionada con el miedo a perder la memoria.
Decía que era un mal hereditario, y que su mamá, Brúdila Mancal, había protagonizado años de osos y pesares, con ese mal que mes a mes crecía, hasta convertirla en el dizgarate del vecindario.
Tan pronto el Instituto de Investigaciones Científico Médicas invitó voluntarios dispuestos a experimentar la vacuna, Busagua fue la primera en presentarse.
Diríase que cuando vacunaron a Besagua no habían acabado el invento.
Busagua terminaba de apuntarse la blusa cuando salió del cubículo donde le inyectaron la sustancia experimental en el hombro derecho, hundiendo a fondo la aguja, hasta hacer que salieran salpicaduras de sangre y agua sobre su brasier. En ese momento empezó a oír los primeros compases del carcamal que se acababa de instalar en la puerta del centro de salud con su violín encajado entre la quijada y el hombro izquierdo, y su sombrero vueltiao bocarriba sobre el suelo, para recoger la paga de sus pipos y rederas.
El músico, petronífilo y desguarambilado, ahuyentaba a burgueses y proletarios, a ínfilos y sarraplanos. Olía a distrófila putrefacta. Hedía. Pero interpretaba a Julio Jaramillo como no lo hacía nadie más en la Tierra, como los querubines y serafines de la orquesta de cuerdas del más alto cielo.
Busagua se detuvo, aún limpiándose las gotas de sangre que salían de su hombro, oyó la melodía completa, desde cuando el violín decía
En la vida hay amores
que nunca pueden olvidarse;
imborrables momentos
que siempre guarda el corazón…
hasta cuando se le oyó decir …
que inolvidablemente
vivirán en mí.
Todas las musias, vaguas, caldas, pipos y rederas se pegaron indeleblemente al cerebro de Busagua, que nunca pudo superar el pengelamiento, para el cual aún los laboratorios no han encontrado cura.
Fernando Ávila.
1 comentario:
José Ángel, gracias por percatarte del error y hacerlo ver. Enmendado.
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