miércoles, 23 de octubre de 2013
Carrera de caparazones
Los días eran felices en la casa del abuelo. Cada sábado, sin falta, llegaba corriendo a buscar los caracoles que se trepaban por el inmenso árbol plantado en la mitad del patio. Solía tomar dos de ellos, ponerlos en el suelo y trazar una línea de partida y otra de llegada. Los ubicaba en posición y cuando los soltaba, me recuerdo arengándolos para que ganaran una competición que podía durar horas. Una tarde, después de llegar del sepelio del abuelo, regresé. Descubrí que habían dispuesto una barbacoa en lugar del árbol y mientras caminaba, escuché como el crujir de una hojarasca. Retrocedí y observé que en realidad había pisado el caparazón del que podría ser el último caracol de ese patio. Me acurruqué para verlo y volví a gritarle como antes. «Vive, por favor», le decía. «Vive».
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5 comentarios:
Los caracoles no deben morir.
Me ha encantado:)
No es fácil, y menos siendo niños, aceptar la muerte como un adiós definitivo. Pensamos que con sólo desearlo podemos hacer que revivan esos seres queridos (sea abuelo, sea caracol) vuelvan a ser lo que eran.
Hermoso texto
Un abrazo
Pez, mueren los caracoles y se van con ellos los recuerdos que nos dejan.
Alís, el adiós definitivo es doloroso. Por eso nos aferramos a lo que sea, así no sea lo que representó en vida.
Un bonito pero triste cuento Esteban. Una imagen que refleja la pérdida de un tiempo de infancia tras esa imagen del abuelo, de ese hombre fantástico en el cual suponíamos, de niños, una confidencia de otro mundo.
Eskimal, esa infancia perdida no volverá, por eso solo nos quedan los recuerdos y, para eso, la literatura.
Recibe mi abrazo.
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